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Fuego y Agua

Canta oh musa alzando la vista a los cielos y sobrepasa el celeste palacio donde los dioses se embrutecen de néctar y ambrosia para olvidar que las Parcas determinan mezquinas la duración de toda la gloria y todo el olvido aun cediendo el paso de una eternidad a otra. Llega con tu perfecta intuición hasta nuestra Reina que desde el tiempo sin tiempo nos observa en nuestros ciclos circulares y contradictorios con la generosidad de una madre a sus hijos cuando estos –en sus juegos infantiles- matan, mueren, y reciben con una sonrisa tanto la gracia de la fortuna como el soplo de la derrota.
Canta con el alarido de los mortales en heroica agonía, en su lucha desesperada por recuperar la dicha perdida de los jardines de antaño, canta su triste derrota que aun habiendo sido olvidada mil veces mil veces se ha reiniciado en nuestro camino, en el reino subterráneo y en el cielo más allá del cielo.
Canta lo que tu sirviente no se atrevería a vislumbrar ni a pronunciar, canta el nombre de los viejos dioses, canta aquellas potencias que marchitarían mi boca y mi espíritu aun antes de poder yo sellar mis labios nuevamente.
¡Canta tú, la más olvidada de las musas, y que mi cuerpo pronto yerto haga resonar la perfecta voz, la múltiple y unísona voz, la inmemorial voz de aquellos hombres que olvidaron sus nombres de hombres para así recobrar su común espíritu Canta musa sin nombre, superpone tu discurso sobre este poeta sin nombre!

“Yo estuve presente cuando los hombres reunidos se miraron fijamente a través de las llamas de la gran fogata, los rostros de cada uno de esos valientes hermanos hubiese sido una roca inmóvil ante cualquier reflejo de temor pero no era necesario dar prueba de ello. Las cabezas de cada uno estaba cubierta con un paño consagrado a la Diosa, gracias a ello teníamos protección frente a los invisibles espíritus que en su débil transito buscaban adueñarse del aliento que habita en los hombres y disipa la fatiga de sus cuerpos.

“Los ojos brillaban entonces a la luz de la gran fogata, todo existe y todo no existe cuando lo ilumina el fuego, pero la gran verdad de esa eterna luz que desvanece la ignorancia del ser era más potente en ese momento primigenio, antiguo como nuestra vergüenza y novedoso como nuestra libertad. Estábamos fuera de la Ciudad y su existencia intermitente brillaba como un sol de mediodía en medio de la oscuridad durmiente, esperábamos atentamente la voz del paciente Maestro, todos reconocíamos sus ojos calmos y cómicamente trágicos en medio de los oscuros paños de la noche. De repente el silencio fue interrumpido no por la voz del Maestro sino por el aullido de miles de espectrales perros, todos nos estremecimos en silencio pero nadie dijo nada. Desde el principio sabíamos que los perros podían ser echados sobre nosotros con tanta naturalidad, como desde hace mucho se acostumbraba encomendarlos para purificar la Ciudad de sus desechos, tanto podíamos ser hoy  nosotros como cotidianamente se encargaban de los viejos sirvientes, como de los vagabundos, como de los hijos moribundos de los esclavos sin pan. Los perros salvajes eran el bárbaro rostro de la Ciudad solo que nadie lo conocía mientras su vida se desarrollase tras sus muros protectores: en la plaza pública, en el templo, ni en el hogar.
“¿Tendría el fuego la fuerza necesaria para salvar nuestros cuerpos? El todo lo hace y todo lo destruye. Observa cómo se organiza y se descompone el mundo de los hombres mientras palpita y guiña risueño juzgando las necias escaramuzas de los hombres que intentan imitar su perfecta potencia. A lo lejos se veían volar en la llanura chispas minúsculas que poco a poco organizaban la gran barbarie. Prendiendo  fuegos en los pastizales jinetes ebrios, extáticos caballeros del Templo  arreaban contra nosotros a las jaurías que circunvalaban en grandes espirales de fauces y hedor infernal. Tal nos estaba destinado y lo sabíamos. Organizamos en silencio un perímetro cuadrangular con guardias armados custodiando fogatas. Así dormimos mientras los cuernos de la luna marcaban el ritmo de nuestro reposo.
“El día llego con el griterío de una caravana de mercaderes que regresaba a la ciudad luego de meses de ausencia, aventura y comercio. No hubo músico ni mimo capaz de calmarlos. No nos perdonaban fácilmente que les cortemos el camino en las puertas mismas de la Ciudad. Transcurridas unas  horas de refunfuñar fuimos discretamente acercándonos y mezclándonos con ellos. Luego de comer con nosotros parecían aceptar con naturalidad nuestras cabezas cubiertas como si de cualquier cliente de algún pueblo exótico se tratase.
“El maestro discurrió con ellos durante horas tal hicimos también nosotros, al llegar el atardecer la caravana se había disuelto y sus mercancías y sus monedas se repartían hacia diferentes aldeas o hacia los sembradíos que poseían algunos de sus integrantes.
“Cinco sirvientes liberados se quedaron con nosotros y compartimos con ellos el misterio del fuego. Las palabras del Maestro fueron insistentes debido a las nuevas presencias. Luego, ya entrada la noche observábamos el errar de los astros mientras olíamos en el aire la cercanía de los perros. De repente su infernal griterío se volvió silencio durante un breve momento, para recrudecer en un gran grito de furia: un jinete había caído a tierra junto a su caballo, los perros los destrozaron y el aire cobro un nuevo aroma de horror, estiércol, pánico y sangre dominaron la noche junto al olor a carroña, sello distintivo con que lo llenaban las jaurías.
“Al disiparse los restos del festín comprendimos que los jinetes estaban decididos a cumplir su misión esa misma noche. Aceleraban sus rodeos y unificaban los diferentes grupos de perros aun al precio de arriesgarse a morir ellos mismos o ver como los animales se destrozaban entre si y se saciaban de su propia carne, rodando luego por la llanura hasta que otros grupos -aun hambrientos- los destrozaban. No había modo de sustraerse de ese horroroso espectáculo sangrienta y exagerada parodia de la más terrible epopeya.
“El Maestro dirigió entonces sus palabras hacia nosotros, aún más alta su voz que el rugir de la muerte que nos acechaba:
“No, no es esta la muerte, la muerte ya nos ha ganado hace mucho. La muerte ya nos tiene en su reino desde que decidimos traspasar las puertas de la Ciudad y ser libres fuera de ella. Esta es solo otra de sus maquinarias, la gran edificación que nos quitó nuestra libertad, estos son ladrillos mas no de barro cocido sino de carne y sangre y heces, otro artefacto fruto del bárbaro espíritu que gobierna sobre la organizada bestia que hemos sido capaces de sitiar.
“Son estos perros el fruto. Y somos nosotros semilla. Es la Diosa quien ha definido a quien toca el destino de ser devorado, a quien el de ser enterrado.
“La jauría se acercaba como un rio crecido como si fuese seducido por cada palabra que brotaba de la boca del Maestro, más rápidos que el devenir de la larga noche. Aunque esa misma mañana se hubiese extinguido el plazo, la ciudad volvía a abrirse luego de un largo encierro ritual y podía recibir a hombres puros o empurecidos por el destierro. A la cabeza de esos errantes que llegarían para pedir o recuperar la ciudadanía se esperaba la comitiva del hombre que nos había gobernado y que luego de asesinar a toda su familia y destruir los antiguos templos de la Diosa se había exiliado para purgar simbólicamente sus crímenes durante un año. La Ciudad podía haber olvidado sus crímenes pues en el ciego idioma de las monedas no hay palabras que expresen la culpa pero nosotros habíamos recitado la memoria de esos crímenes cada día esperando el momento de su regreso. Solo restaba esperar la asamblea o el enfrentamiento cuyo resultado solo conocía la Diosa. Pero los perros ya estaban a metros de nuestro grupo reconcentrado por los círculos de razonamientos concéntricos enunciados por el Maestro…
“De repente un relámpago surco el cielo y un brutal trueno cerró el discurso del Maestro, la lluvia estallaba aun antes de haberse presentado en el cielo, un negro humo propiciatorio se elevaba desde nuestra hoguera agonizante mientras los perros se alejaban a toda velocidad atropellándose en una desesperada carrera en busca de la protección de la vecina alameda.  El cielo se iluminaba por los portentosos rayos y aunque estaba ciego, aunque los cuernos de la luna se ocultaban en lo más cerrado de la tormenta sobrecogedora, ella nos defendía, fuerte y dadivosa aun en su ausencia. Al cabo, llegaría a nosotros la mañana.
(…)

(Escrito en octubre de 2010)


Nota:


Es este principalmente un fruto de la lectura miope que hice durante algún tiempo de autores como R. Graves, o L. Abraham, hombres con un tremendo compas poético aun en sus pensamientos más prosaicos.
Es además un homenaje a los luchadores.

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