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Mostrando las entradas de 2010

Tres Versiones y Tres Tiempos de Ella

Versión 1 (En la frontera): A principios del siglo XX Bermejo no figuraba en ningún mapa. Pertenecía, es cierto, a una nebulosa región del país que inspiraba esperanza en todos aquellos que no podían figurarse el destino en regiones más “civilizadas”. Estos hombres generalmente llegaban a pisar su suelo sin más equipaje que el vulgar valor y perdían rápidamente el recuerdo del pedazo de papel que definía la patria. Simplemente, se acostumbraban a luchar solitariamente para sostener diariamente su vida en la frontera. Con los inmigrantes Bermejo perdió rápidamente su forma original y, aunque tardaría décadas en transformarse en una telaraña reconcentrada, sus habitantes ya empezaban a pensarla en esos términos. Tan perdidos en sus esperanzas como los condenados del purgatorio. En algún momento de la oscura década de 1930 estallaron las grandes tormentas. Tras varias semanas de agua el solitario cementerio del pueblo sencillamente reventó. Daba pena ver como los vecinos v

Los Perros y la Luna

Llegué a la posta ya avanzada la tarde. Me estaban esperando allí, como relevo de mi escolta, un par de guías indios, vestidos con remiendos de uniformes militares: un quepis uno, una chaqueta el otro. Ambos con cartucheras vacías y, ambos también, descalzos. Me miraban entusiasmados y esa buena voluntad se disipó en la tarde apenas les insistí en que continuásemos viaje, ya que quedaban pocas leguas hasta el Campamento. Tendían fácilmente a ignorarme y cuchichear en su lengua bárbara, tuve que esforzarme y alzar mi voz varias veces para imponerles mi autoridad. Yo no estaba dispuesto a pasar otra noche a la intemperie arriesgándome a ser comido, no ya por pumas, sino por los brutales insectos del monte. Era mi decisión que siguiésemos viaje caminando a lo largo del río hasta el campamento. La Standard pagaría por el trabajo realizado y el tiempo y la salud perdida resultaríansóloun estúpido saldo en rojo de mi parte. Aunque la noche era clara y siguiendo el río uno podía ve

Fin del Viaje

Despertó con todo su cuerpo entumecido. Confuso y somnoliento quiso girar su cuerpo, poco a poco intento mover una por una sus articulaciones, trato de hacerlo todo aun sin poder sacar sus miembros ni un milímetro del lugar en que estaban encajados. No. Ni desperezarse. No. Ni hablar. Mirò por la ventanilla que estaba a su izquierda y vio un paisaje abstracto: negritud perfecta, la noche se extendía omnipresente afuera del colectivo, Los faros del vehículo iluminaban solo un poco de ruta, una isla de suelo sobre la que giraban las ruedas monótonas, silenciosas e hipnóticas dentro de ese pacifico silencio desmayado. De a poco parecía –o al menos creía- ir recuperando sus facultades. En medio del estupor recordó haber pasado horas deseando que se callasen los tres chicos que, un poco más adelante, apelotonados en el par de asientos que ocupaban sus padres, desesperaban al tedio jugando con imaginarios objetos y molestando a todos los pasajeros. Sus padres charlaban de algo, habl

La Niña y la Tormenta

Cuando los rayos del sol consiguieron atravesar la densa capa de nubes plomizas ya nada era igual. Habían bastado cuatro horas de lluvia para que el lecho del Rio Seco movilizase una tromba de barro y enredados troncos de árboles que destruyeron en cuestión de minutos todo un barrio. La gente, las familias, muchos de ellos desnudos se amontonaban en techos, árboles o cualquier lugar alto y desde allí observaban las ruinas sin convencerse del todo de haber sobrevivido a ese sorpresivo ensayo del Juicio Final. Los primeros periodistas ya estaban llegando y en medio del pasmoso silencio un viejito vestido solo con un pantalón corto y ojotas sonreía a visiones de su pasado y comenzaba a tocar, con el entusiasmo de lo cotidiano, su violín; sus pies descalzos, flacos y blanquísimos por el forzoso baño, colgaban del árbol en que estaba sentado, tan eterno y enclenque como él. Babel, el periodista, se demoraba. Sabía que los movileros de su programa ya estarían llegando hacia el barrio de

El Dueño

Un perro corre bajo una clara noche de luna llena, En medio de la oscuridad lo vemos de un blanco ceniciento, aunque no podemos estar seguros de si se ve así porque es naturalmente gris su pelaje o quizás solo sea porque el pobre animal sufre alguna de esas horribles enfermedades cutáneas que dejan desnudo el cuero de los perros callejeros. El solo huye y su lengua escapa de su boca, ondeando libre y húmeda, sus ojos oscuros brillan como si fuesen líquidos y miran fijos hacia adelante aunque si pudiésemos concentrar nuestra atención en los matices de su brillo a pesar de la velocidad de los saltos de la fuga veríamos temor. La prodigiosa y desesperada carrera que protagoniza este pequeño perro rompe la tranquilidad de la noche, sin embargo, lo que llamaría la atención de cualquier insomne testigo es el ensordecedor aullido de los perros del pueblo, quienes conforme van sintiendo la presencia del fugitivo en las desiertas y arenosas calles se lanzan a aullar y aun a perseguirlo a lo

Fuego y Agua

Canta oh musa alzando la vista a los cielos y sobrepasa el celeste palacio donde los dioses se embrutecen de néctar y ambrosia para olvidar que las Parcas determinan mezquinas la duración de toda la gloria y todo el olvido aun cediendo el paso de una eternidad a otra. Llega con tu perfecta intuición hasta nuestra Reina que desde el tiempo sin tiempo nos observa en nuestros ciclos circulares y contradictorios con la generosidad de una madre a sus hijos cuando estos –en sus juegos infantiles- matan, mueren, y reciben con una sonrisa tanto la gracia de la fortuna como el soplo de la derrota. Canta con el alarido de los mortales en heroica agonía, en su lucha desesperada por recuperar la dicha perdida de los jardines de antaño, canta su triste derrota que aun habiendo sido olvidada mil veces mil veces se ha reiniciado en nuestro camino, en el reino subterráneo y en el cielo más allá del cielo. Canta lo que tu sirviente no se atrevería a vislumbrar ni a pronunciar, canta el nombre de l

Tres Fragmentos de Olvido

Me despierto y nuevamente inicio los cotidianos ritos que me disciplinan en una laxa abulia. Limpiar rutinariamente los rincones de la casa, barrer las hojas que mañana volverán a caer, charlar con los vecinos sobre el clima que estará un poco mas cálido que ayer, un poco mas frio que mañana. Todo, todo se repite casual pero disciplinadamente. Todo menos Ella. Es a ella a quién no se ha de volver. Merece, eso es inevitable momentos de pánico y odio y aun amor en los sueños. No tiene relevancia pues no la recordare durante la vigilia. No voy a recordar el miedo en su rostro –ni en el mio- cuando se fue, no voy a recordar que me olvido. Los rituales de la soledad se repiten hasta que llega Benicio, el viejo toba que visita de vez en cuando a mendigar que le compre artesanías deficientes, verduras mezquinas o simplemente a pedir un poco de comida. Hoy llega con una pequeña bola  de hierro infinitamente herrumbrado que le recibo a cambio de un poco de pan duro y unas monedas para que