Despertó con todo su cuerpo entumecido. Confuso y somnoliento quiso girar su cuerpo, poco a poco intento mover una por una sus articulaciones, trato de hacerlo todo aun sin poder sacar sus miembros ni un milímetro del lugar en que estaban encajados. No. Ni desperezarse. No. Ni hablar.
Mirò por la ventanilla que estaba a su izquierda y vio un paisaje abstracto: negritud perfecta, la noche se extendía omnipresente afuera del colectivo, Los faros del vehículo iluminaban solo un poco de ruta, una isla de suelo sobre la que giraban las ruedas monótonas, silenciosas e hipnóticas dentro de ese pacifico silencio desmayado.
De a poco parecía –o al menos creía- ir recuperando sus facultades. En medio del estupor recordó haber pasado horas deseando que se callasen los tres chicos que, un poco más adelante, apelotonados en el par de asientos que ocupaban sus padres, desesperaban al tedio jugando con imaginarios objetos y molestando a todos los pasajeros. Sus padres charlaban de algo, hablaban pacientes con acento extranjero separados del resto de los viajeros no solo por su marginación, sus varios hijos, el color de su piel; sino, además, por el orgullo que los unía: A los suyos nadie les iba a decir nada. A ellos nadie los iba a retar. Eran libres para jugar, para ser niños.
Más tarde, otro nuevo y vano intento para desentumecerse, para despertarse. Es que la oscuridad no lo ayudaba. Sintió hambre, recordó la vergüenza del momento de la cena, bajarse junto al resto de los pasajeros y atiborrarse de pan hasta los bolsillos mientras sus compañeros de viaje cenaban en el parador en medio de la ancha llanura. En la mesa de al lado una mujer se dio el lujo de criticarlo a los gritos, sin siquiera mirarlo, como si él fuese un exhibicionista de la pobreza. Desde su oscuro cubículo pensó levantarse a servirse un café, pequeño, tibio y almibarado como una golosina pero no encontró como salir de su atascamiento, los asientos eran estrechos y debía soportar inmóvil a su vecino durmiendo casi encima de él. Sus pantorrillas no hallaban como iniciar la acción. Se resignó nuevamente, extrañamente paciente en su encierro.
-La oscura noche se extiende uniforme como el asfalto de la ruta. El asfalto de la ruta se extiende uniforme como la ancha llanura. La ancha llanura se extiende uniforme como la oscura noche.- Pensó, aunque quizás solo dejo que su mente se llene como un vaso en la negrura circundante. Quizás solo se trató de una intuición inarticulada.
Luego, en algún otro momento volvió a abrir sus ojos nuevamente y empezó a recordar indefiniblemente asombrado en la oscuridad. Hizo un esfuerzo para mirar el reloj en su muñeca izquierda y no pudo distinguir –en la oscuridad- más que una fina y larga aguja que se movía siempre cerca de las cinco… Son las cinco de algo, se dijo. Noto que su mejilla estaba amortiguada por el frio cristal de la ventanilla, se despegó anestesiado y entonces pudo ver a una mosca tan inmóvil como él, ella se sostenía con sus seis insignificantes patas detrás del vidrio vertical, brillando débilmente ,contrastando con la noche su cuerpito de un oscurísimo verdor, sus alas inmóviles.
El vehículo empezó a detenerse y él se levantó lo más rápido que pudo. Sin pensar como sorteo a su obeso vecino que continuaba hibernando. Atravesó rápidamente el pasillo desierto, nadie más hizo el esfuerzo, bajo la escalerilla sin un tropiezo y ya afuera y parpadeando ante los tubos de neón busco confuso algún asiento donde espabilarse, donde poder estirar sus piernas durante el intervalo que permaneciese su colectivo en la Estación.
Un rato después se encontraba sentado, recostado cómodamente en un banco de madera, en el otro extremo del mismo una mujer dormía profunda y plácidamente, arrebujada con camperas y mantas, la miro enternecido por su placida belleza, observo sus parpados hinchados bajo los que se movían sus ojos en medio del sueño. Sus mejillas sonrosadas apenas amanecían en medio de las varias capas de abrigo, enmarcada la piel por unos mechones de cabello. Se puso de pie, ya reconfortado su cuerpo y se detuvo a mirarla furtiva pero abiertamente aprovechando la soledad del andén y el pacifico sueño de la muchacha. En ese momento le llamo la atención el televisor, encendido aunque sin volumen que velaba, suspendido del techo, la noche de la Terminal. Al momento sintió como arrancaba motores su colectivo –único coche estacionado en la solitaria estación- y se apuró a subir y sortear más ágilmente esta vez, los obstáculos hasta su asiento.
La noche se extendía eterna. Despertó en lento trance, con el desesperado esfuerzo del que cobra conciencia recordó como si fuese un sueño otro momento en que se levantó y caminó atravesando una estación terminal desierta. Recordó haberse sentado. Recordó como otra fotografía haberse levantado nuevamente y ver en la muda televisión periodistas y policías narrando el terrible accidente de su colectivo destrozado, precipitado bajo un puente en la noche filmada, alumbrada de reflectores, rojo espacio de luces policiales, de sangre y de cadáveres también.
Una vez más despertó y esta vez recordó haber visto a su mujer esperándolo dormida en la estación de su pueblo. Sus mejillas amanecían y quizás él hubiese deseado besarla allí mismo. Quiso sentir pena pero la confusa somnolencia le llenaba toda la mente como un vaso rebasado. Al otro lado de la ventanilla una mosca inmóvil lo miraba, detenido en el transcurrir de su viaje eterno.
(Escrito en octubre de 2010)
Nota:(Escrito en octubre de 2010)
Hay ideas viejas como el olvido, viejas como leyendas o mitos. Las que yo conozco suelen ser adustas e implacables como antiguos monarcas. No cambiaran de parecer aunque sean terribles e injustas.
No quise tomar a este argumento con maquillajes que lo renovasen pero que al mismo tiempo le resten su talante bárbaro. Preferí darlo así. Anónimo e universal: vulgar. Podrán decir mis casuales lectores “mito urbano” pero deberían decirlo con un matiz de respeto por los innombrados temores que nos acechan pacientes.
Por otra parte este relato relata una incógnita. ¿Cómo nos verán nuestros muertos? Solo sabemos lo que gustamos pensar: que son ellos quienes duermen presos de la eternidad, suspendidas sus almas en un instante infinitésimo que persiste en la inmóvil atemporalidad generada por la falta de un futuro más allá de él. Pero, ¿no es acaso que somos nosotros los prisioneros del transcurrir? Es nuestra prisión ese breve instante en que tiembla la hoja que empieza a caer de su rama.
Solo sabemos con certeza que nuestros ojos están cerrados al transcurrir de nuestros muertos. Ellos nos observan y nos esperan más allá de la orilla de la ceguera.
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