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El Dueño

Un perro corre bajo una clara noche de luna llena, En medio de la oscuridad lo vemos de un blanco ceniciento, aunque no podemos estar seguros de si se ve así porque es naturalmente gris su pelaje o quizás solo sea porque el pobre animal sufre alguna de esas horribles enfermedades cutáneas que dejan desnudo el cuero de los perros callejeros. El solo huye y su lengua escapa de su boca, ondeando libre y húmeda, sus ojos oscuros brillan como si fuesen líquidos y miran fijos hacia adelante aunque si pudiésemos concentrar nuestra atención en los matices de su brillo a pesar de la velocidad de los saltos de la fuga veríamos temor.
La prodigiosa y desesperada carrera que protagoniza este pequeño perro rompe la tranquilidad de la noche, sin embargo, lo que llamaría la atención de cualquier insomne testigo es el ensordecedor aullido de los perros del pueblo, quienes conforme van sintiendo la presencia del fugitivo en las desiertas y arenosas calles se lanzan a aullar y aun a perseguirlo a lo largo de unos cuantos metros, los más valientes entre ellos.
En medio de esta placida y furiosa noche corre a cuatro patas un alma atravesando veloz la soledad y el pánico. Cacho Arroyo inicia su existencia de difunto corriendo bajo la forma de un perro en busca de Laguna del Cielo, mítico refugio de las almas y apariciones del pueblo. Ultimo lugar orillero que los vecinos respetan supersticiosamente aun sin atreverse a pisar.
Cacho -quien por otra parte ya ha comenzado a olvidar su nombre- siente y sabe, con las ideas generales y vagas con que están provistas las almas, que cuenta con el tiempo justo para llegar a su refugio antes que salga el sol y comience la diaria actividad de los hombres, eso complicaría y mucho su camino. El teme a los vivos. El ya no pertenece a los vivos. El siente una indefinible sensación de rechazo y vergüenza ante los vivos.
Mientras, una única casa del pueblo tiene sus luces encendidas y en ella, apretujados entre coronas y ramos de flores un pequeño grupo de familiares y deudos recuerdan a su muerto, de a ratos con lamentos y entre sonrisas el resto del tiempo ya que la tristeza señorea el lugar con algo de piedad o frialdad, y permite al grupo reunido pasar el rato con cierta placidez, la charla vuelve cíclicamente sobre sus excepcionales virtudes en vida. En medio de los cafés y a pesar del vino que constantemente circulan entre los presentes nadie siente exagerar cuando recuerda las proezas vividas junto al difunto, el liderazgo indiscutible, la generosidad aun para con los extraños (aceptada a regañadientes antes, ahora que es solo un recuerdo ya no molesta y por ello se la celebra) y la entrega abnegada de ese eterno perdedor cuyo recuerdo se engrandece hasta volverse un caudillo.
Todos saben que aún lo necesitan. Es decir, aunque saben que el muerto bien muerto esta y que ya no volverá y se vayan desovillando tranquilamente los ritos del duelo, aún lo siguen necesitando. La fuerza y cohesión del grupo cuando Cacho estaba vivo empieza a desvanecerse justo ahora que toman cabal conciencia de su poder. La charla se acaba volviendo obsesiva e impaciente cuando se recuerda lo que el destino ya les ha arrebatado.
-¡Y antes de su hora!- aseguran todos.
-¡Y aún era joven!- se asombran apenados.
El grupo charla en voz baja pero determinada bajo la amarilla luz de las bombillas eléctricas y el neón azul de la inmensa cruz acrílica desde la que un Cristo de metal señorea suspendido en su sacrificio eterno sobre la cabecera del ataúd, rodeando el féretro hablan por sobre de él. Si olvidásemos ese cajón central y su frio contenido podríamos creer que nos encontramos ante un grupo de confabulados discutiendo algún ambicioso plan de acción.
Durante unos minutos todos los presentes piensan exactamente lo mismo. Aun es necesaria la presencia del muerto, nada será igual ahora sin él y no es justa tan desgraciada pérdida para la familia ni para sus amigos y compañeros. Y es por ello, y es en ese momento, que –y nadie puede verlo- sale con pasos decididos y agachando sus hombros para pasar por la puerta de ese hogar, un espectro gigantesco vestido con humildes ropas de color arena, que con sus desnudos pies levanta polvareda en la calle ahora silenciosa y comienza, mudo también el, su cacería. En su rojiza y descubierta frente lleva un par de palabras escritas: Cacho Arroyo, es decir que tiene sobre su frente el nombre de su presa.
El Dueño, el pastor de las almas, el cuidador de las propiedades de los hombres a quienes siempre sirvió para resguardarlos de la miseria. Caminara a través de las noches, perseguirá implacablemente al perro que alguna vez se llamó Arroyo para abrazarle muy fuertemente hasta ir amoldando y cubriendo con su fresca piel de arcilla al cuero del flacucho bicho y volverse uno con él, para succionarle toda la luz y la precaria entidad que pervive de esa alma. Luego volverá a la casa de la que ha partido (como manso animal doméstico) para recibir palos y pelados huesos día a día. Ofrecerá, a cambio, administrar mientras duren sus miserables años la fuerza de quien fuera su presa, guardada en su duro interior de vasija, les dará lo que ellos necesitan y consideran propio, más rápida y generosamente mientras más golpes reciba en sus costillas. El Dueño les ha de irradiar esa energía que en su tremenda pobreza no pueden resignar los familiares del muerto.
Mientras, ignorando el ente que lo acosa, un perrucho gris se rasca tranquila y maniáticamente en las afueras del pueblo, el par de kilómetros restantes hasta Laguna del Cielo quiere recorrerlos a paso tranquilo, recordando ya vagamente, los rostros que abandona definitivamente. Se reunirá con la madre tierra. Vivirá unos años como perro para luego volver a ser uno con los elementos en ese espejo de agua azul y mansa. Allí él descansara para siempre.

(Escrito en de octubre de 2010)
 
Nota:


Antes que nada, un recuerdo para F. Kafka y su Golem, Este relato debe mucho a este gran creador de terrores y monstruos que bien vistos son interpretaciones de la moral y el sufrimiento de los hombres. Su lectura es aun actual y siempre recomendable, la apertura de las puertas de ese infierno en Praga es siempre necesaria y simbólicamente entorna durante unos breves instantes (quizás por la comparación que se hace al observar) la entrada del propio averno.
Por otra parte el mito de El Dueño (Iya entre los guaraníes) consiste originalmente-y originariamente- en el protector del monte en el que se caza, se recolectan frutos o miel silvestre, o se cultiva. Es alguien a quien debemos pedir permiso y agradecer aquello que tomamos de el porque lo necesitamos.
En esta ficción de ambición mitógrafa se describe su mestizaje, su criollización. Un Dueño preso de la mezquindad blanca que atrapa todo aquello que ama o tan solo necesita.

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