Juan llegó a lo más profundo del monte en tren. El vagón estaba
colmado de jóvenes que, como él, habían decidido adentrarse en la soledad de la
frontera para conseguir un trabajo. Ni él ni ninguno de sus acompañantes de
viaje había hablado jamás durante el trayecto de su pasado o familia. Aún se
podían reconocer los acentos regionales pero poco a poco el traqueteo de las ruedas
del tren sobre las vías iba imponiendo un nuevo acento, al mismo tiempo
entrecortado y monocorde. Al llegar al campamento de los trabajadores, vio que ellos
eran una manada que a pesar de no tener nada a sus espaldas compartía un
futuro.
De manos de los militares que los esperaban recibió un escudito
que debería prenderse a la pechera de su camisa (él no tenía traje, como la
mayoría de sus compañeros) hasta que se comprase mejores ropas cuando juntase
el dinero necesario. El campamento en donde dormirían estaba protegido por los
militares, quienes tampoco les permitían abandonar el lugar. Sin embargo, esta
vigilancia era laxa: otros trabajadores veteranos les contaron que podían
gastar sus billetes en los pequeños negocios de las comunidades remotas que
allí sobrevivían. Las nativas eran morenas y aunque no se comunicasen más que
con sonrisas (el aprendizaje de su idioma era arduo y tampoco era conveniente
pues suponía el riesgo de desear afincarse junto a ellas), éstas bastaban y
sobraban para que los hombres fuesen fugazmente felices.
La mañana del primer día
de Juan en el campamento empezó mucho antes del alba. Aún en medio de la noche
los despertó un delegado del Sindicato. Dividió a la veintena de hombres que
habían compartido la carpa número veintidós en cuatro subgrupos. A cada uno de
ellos se le entregó una pancarta. Luego anotó los nombres de los responsables
de cada una de ellas. Las pancartas eran de tela basta y resistente, impresas
con copias gigantescas de billetes de cien pesos. Con ellas llegarían a los
portales de la obra y allí reclamarían su ingreso. El delegado del Sindicato
les explicó que a partir de allí todo dependía de su capacidad y audacia en el
reclamo para ser tomados como ayudantes. Luego, si algún oficial albañil los
veía capaces, serían tomados a su cargo con lo que podrían empezar a cobrar un
ingreso regular. Si no conseguían ocupación ese día, el ejército los recibiría
y les garantizaría el resguardo de las carpas de lona y un plato de comida.
Juan se apresuró a aferrar una de las cañas de la pancarta. Era como le habían
dicho: su futuro dependía de ellos.
Al bajarse del camión militar que los dejó en la entrada de la
obra, Juan comprobó que su escudo estuviese correctamente asegurado a la tela
de la camisa con que se cubría. Las figuras geométricas de la insignia
mostraban un sol rectangular sobre un firmamento cuadrado y límpido, bajo éste
una superficie blanca y uniforme lo replicaba (seguramente la tierra). Era una
versión mejorada del escudo nacional. La versión modernizada que ofrecía el
gobierno. El gobierno los acercaba al mundo del trabajo.
El verdadero sol apenas asomaba dando vida a los colores del
monte. Juan y sus compañeros se organizaron rápidamente. Quienes llevaban la
pancarta con el inmenso billete al que aspiraban fueron flanqueados por otros
dos con las manos libres, éstos se llenaron los bolsillos de piedras. Palos no,
porque exagerar su armamento era una invitación a un contraataque terrible. Con
pedradas certeras fueron corriendo a quienes se les estaban adelantando al
lugar al que ellos aspiraban. El más alto del grupo vigilaba constantemente,
moviéndose alrededor de los otros cuatro para evitar un ataque sorpresivo, una
rápida corrida como las que ocurrían en otros sectores del amplio cerco
metálico que protegía la obra. Bastaba con una pedrada para dejar a un trabajador
fuera de combate. Pero también alcanzaba con arrancarle el escudo de la solapa.
Sin la insignia no sería recibido puertas adentro: así lo establecía el
convenio entre la Empresa y el Estado.
Con mucha atención y suerte pudieron evitar todos los
obstáculos y llegar hasta las puertas mismas de la obra. Entre los grupos que
se agolpaban allí había varios que tocaban redoblantes y bombos. Eran
trabajadores más organizados que habían conseguido munirse de una modesta
parafernalia con la que se daban ánimo y esperaban hacerse notorios ante los
señores de la obra. Esta ostentación los volvía antipáticos ante los ojos del
resto de los trabajadores. Asombrosamente llamaron al grupo al que pertenecía
Juan y los invitaron a compartir una taza de mate cocido. Juan permaneció de
pie, sosteniendo en alto la caña en que ondeaba la cara de un viejo general y
la cifra de cien pesos, moneda nacional, mientras soplaba el jarro de latón en
que el líquido verde se enfriaba morosamente. Los obstáculos habían sido
sorteados y brindando con su dulce infusión iniciaba, por fin, una nueva vida.
Las puertas se abrieron
poco rato más tarde. Junto a muchos más, Juan ingresó a la obra. La mole en
pleno desarrollo se levantaba inconmensurable a los ojos de los trabajadores.
Una torre ambiciosa, al parecer sin previsión de ser coronada aún. Allí habría
trabajo por un largo tiempo.
Juan recibió un par de baldes y estuvo acarreando mezcla
durante toda la mañana. Al llegar al mediodía ya ni recordaba el liviano
desayuno que le habían invitado. Aun así, estuvo atento de sentarse a comer lo
más cerca que pudo de un oficial albañil. Se presentó e insistió tantas veces
como fue necesario hasta que el viejo albañil (se llamaba Karl) aceptó probarlo
durante esa tarde con la escuadra y la plomada. Allí se verían sus aptitudes
para levantar una pared firme y vertical. Si estaba capacitado para ese trabajo
especializado, al día siguiente sería uno de los ayudantes del viejo. Ya no
necesitaría de las pancartas, sólo un certificado sellado que debería presentar
en el campamento en que descansaban.
Durante esa tarde se esforzó en levantar velozmente hilada tras
hilada de ladrillos. Ordenó a su cuerpo que ignorase el cansancio en sus brazos
por el esfuerzo embrutecedor de la mañana. Fila tras fila los ladrillos se
acumulaban frente a él. Cada tanto comprobaba que no hubiera ninguna
inclinación en su elevación. Cada tanto rezaba a un ente sin nombre (recordarlo
hubiese significado un peso peligroso en su trabajo) por protección y eficacia.
Al final de la jornada recibió de su oficial un papel firmado. A la salida cobró
el jornal y le fue sellado su Certificado de Medio Ayudante de Oficial Albañil.
Regresó al Campamento ya entrada la noche. Silencioso y un poco
apartado de sus compañeros, observó bajo las luces de los reflectores
instalados en bajos mangrullos dispuestos en perímetro un vehículo con una gran
cruz roja pintada en sus costados que retiraba enfermos de una de las carpas
vecinas. El paludismo diezmaba a los trabajadores. A pesar de la gruesa lona y
las regulares desinfecciones, los mosquitos se las arreglaban para infectar a
los hombres durante las noches. Juan observó que los oficiales albañiles no
dormían en el campamento. Quizás descansasen en la obra. Seguramente allí no
habría mosquitos. Esperanzado con su razonamiento se durmió rápidamente vencido
por el cansancio y las emociones.
Ese día había cambiado la vida de Juan, pero durante esa noche
cambió su universo todo. Esa noche Juan soñó. Quizás premiado por las
esperanzas renovadas, quizás castigado por las fiebres del paludismo, el hombre
partió del campamento junto al resto de los trabajadores y de allí a la puerta
donde hizo fila con los demás ayudantes. Al presentar su certificado le fue
indicado que debía dirigirse al último piso de la altísima torre pues iban a
comunicarle algo importante. Juan inició la caminata.
La Torre se elevaba desde una ancha base cúbica (que era
ensanchada junto con los pisos inferiores a medida que se construían más pisos
que encumbraban su cúspide hacia el cielo), pero a partir del primer piso se
elevaba por medio de anillos circulares que iban mermando gradualmente su
diámetro conforme se elevaba la torre hasta irse aguzando y perderse más allá
de las posibilidades de la visión, entorpecida por la lejanía y las nubes. Para
subirla debía recorrerse un ancho pasillo circular que iba rodeando la
estructura, tal como una serpiente se abraza a una rama. Al continuar el camino
comprobó que las paredes exteriores presentaban grandes sectores inconclusos.
El sistema de construcción consistía en ir cubriendo las capas interiores y
presentaba esa deficiencia, la necesidad de ir parchando constantemente capas
exteriores que protegían el nervio central del edificio. El viento hería el
rostro y, peor aún, en los recodos más abiertos a la intemperie amenazaba con
hacer caer al caminante si éste se distraía. Juan observó que los albañiles se
equilibraban poniéndose ladrillos en los bolsillos de su ropa de trabajo así
que él también lo hizo. La torre continuaba subiendo. Juan se percató de que
las paredes parecían ser cada vez más antiguas, como si hubiesen sido
construidas hacía siglos. Los ladrillos eran más grandes y burdos que los que él
utilizaba. Era una sorpresa, algo inesperado, que conforme subiese la
construcción ésta pareciese más anacrónica, con sus arcadas románicas y sus
ornamentales molduras indescifrables por la erosión del viento. Los
trabajadores continuaban su tarea semidesnudos, con pedazos de ladrillos atados
a sus piernas para no caer al vacío. De vez en cuando se veían consignas
pintadas en las paredes. Reclamos e invitaciones a la lucha que persistan aún
cuando ya nadie pudiese leer el idioma en que estaban escritas. Había allí una
enseñanza, pero Juan no tenía tiempo para sentarse a cavilar. En otros sectores
había rostros pintados con ímpetu o descuido. Quizás antiguos dirigentes o
autoridades del pasado.
De tanto en tanto, Juan descansaba apoyado en la pared y, para
disimular su agotamiento, comprobaba la hechura de la pared. La plomada caía
exacta. Los albañiles de esa antigua etapa habían sido tan precisos como el que
más. La torre aquí ya no tenía defensas contra el viento. Los trabajadores
caminaban llevando argamasa y ladrillos hacia arriba o los bajaban hacia la ya
remota base. Arcadas vetustas daban marco a la visión del cielo límpido.
Silenciosos albañiles de frentes prominentes, adustas, trabajaban al parecer
desde hacía siglos con sus largas barbas entretejidas con coloridos hilos. Juan
observó que a pesar de estar prácticamente desnudos (vestían un taparrabos y
grandes ladrillos atados a sus miembros titánicos), manipulaban exactamente las
mismas herramientas que él portaba. Las reglas del oficio de albañil eran tan
eternas como los hombres que lo ejercían en la cercanía de la cúspide
inconclusa.
Ya casi agotado, con sus piernas dolorosamente lastimadas por los
constantes golpes de los ladrillos que guardaba en los grandes bolsillos de su
overol, Juan fue aminorando su avance. Cada tanto, por los cada vez más
solitarios pasillos, podían verse rostros anacrónicos o enormes gatos pardos en
los rincones que devoraban pájaros que incomprensiblemente habían volado hasta
allí. La circunferencia de la torre no parecía haberse estrechado. Quizás esto
era una ilusión provocada por el cansancio. Quizás la ilusión era de quienes,
por verla desde el suelo, creían que se aguzaba en su cima.
Las paredes eran ahora de bloques de piedra cuidadosamente
tallada para engarzar unas con otras, sin ninguna argamasa. Al llegar al último
piso debió caminar con cuidado para no tropezar con las abundantes cañerías de
plomo que anárquicamente cubrían el suelo como hierbas rastreras. En medio de
esta terraza, la pared monolítica se convertía en una habitación de piedra sin
ventanas, en una de sus caras se abría una pequeña puerta, casi un nicho. Dos guardias
miraron a Juan durante un segundo, para luego volver a fijar sus ojos en la
nada. Él, sabía, debía entrar en ese pequeño nicho donde le serían dadas
palabras inefables.
Qué tremendo este final, Gustavo!! Qué alegórica la torre y sus paredes... Muy buen cuento, che!!
ResponderBorrarAbrazo
J&R
Bueno..iba siguiendo la historia de Juan y de su suerte para conseguir un empleo mejor..pero me quede con ganas de saber el final del sueño..o no era un sueño y me perdi en el espejismo del calor de la selva?
ResponderBorrarMe quejo!! hay parte 2?
Muchas gracias Jeve y Ruma! Sip, una alegoria! tanto que bien podria haberlo llamado "los Progres" en vez del Progreso! :-)
ResponderBorrarJojo! contento que les haya gustado.
Gracias y nos leemos. Paso seguido por su blog, sus relatos son muy buenos.
Bueno... la selva (el monte en realidad) es solo una cirscunstancia (mi cirscunstancia ;-) ), en realidad esa alegoria del sueño y nuestra vida sigue siendo efectiva, eh?
ResponderBorrarY el sueño termina ahi! ;-) tenè en cuenta que las palabras que le iban a ser dadas a juan eran "inefaaables" :-D dificil pasarlas a relato...
Que mas quisiera que tener el talento para narrar las verdades ultimas de la destruccion de los hombres en aras de una edificacion social a la que ellos ni siquiera comprenden!
:'-( :'-( :'-(
Muchas gracias (y por tu exagerada conceptuacion!) Mirella, paso seguido por tu blog. Nos leemos!
me gusto mucho esta entrada y tu blog en general, te sigo! beso grande, nos veremos
ResponderBorrarMuchas gracias por leer Karu! Trato de aportar (usando una onda como herramienta) un ladrillo redondo a una pared sobre la que todos acuerdan que es perfectamente, inevitablemente, inmemorialmente, cuadrada. Espero que nos sigamos leyendo! pasé (y retornaré) por tus blogs. Fuerza River! Aguilar es el Menem del Clu! (y eso implica que el Kaiser fue por unos años el De la Rua del futbol :-S)
ResponderBorrarnotable. la primera impresión es, obviamente, la torre de Babel pero también una zigurat, Borobudur o Chichén Itzá, cualquiera de los delirios megalómanos de la humanidad. Pero también es desde luego un viaje iniciático y una puerta de ingreso al arcano histórico-temporal (con un leve toque a lo Lovecraft). muy bien desarrollado y mejor resuelto. todas mis sinceras congratulaciones, Gustavo, y con ellas un abrazo cordial Carlos
ResponderBorrarMuchas Gracias Carlos! Si, la torre es "una" (siempre fue esa su ambicion) mas alla e geografias y tiempos...
ResponderBorrarY estoy seguro de que en ella se encuentra parte del enigma del hombre...
Presuponiendo que los hombres tengamos tal enigma... :-)
Construir torres... bien sabemos que los hombres solo volamos en nuestra caida... Ademas, la torre es una buena metafora del arte, no? las capas, las lenguas... los personajes extraviados en ese sentido arcano...
Nos seguimos leyendo Carlos!
Para mi fue una muy buena noticia tu critica.