Ir al contenido principal

El Silencio (Segundo relato de la serie de los silencios)

Esa mañana salió a la calle sintiendo aun un poco mas de angustia que el día anterior.  Caminó por las calles tranquilas, desperezábanse ellas también conforme avanzaba rumbo a la escuela, al hormiguero que se preparaba a recibir a ese batallón desordenado de niños silenciosos, uniformados de blanco. Ingresó junto a muchos otros al edificio y en su memoria se grabó (quizás como todos los días) la imagen del edificio monumental, de sus paredes solidas de una argamasa que llevaba años descascarándose pero continuaba dispuesta a persistir solida, implantada en la geografía, en las entrañas, en el frágil esqueleto del pueblo.
Parado en medio de una de las innumerables hileras de alumnos recitó verso tras verso de las varias marchas escolares de todos los días, gritándolas rítmicamente junto a sus compañeros, sin ninguna melodía pero haciendo retumbar las paredes como quien se espabila, expulsando el frio y los temores con cada exhalación. Luego marchó apresurado junto con el resto de su clase hacia su aula. El salón quedó desierto en segundos.
Observó como la maestra que ocupaba el escritorio se acomodaba los anteojos metódica, repetidas veces, hasta estar conforme de su correcta ubicación, hasta estar segura de atender adecuadamente a sus alumnos. Luego, ella abrió despaciosamente los cuadernos de registros acomodados en su escritorio y empezó a nombrarlos uno a uno. Comprobó a los presentes, anotó a los ausentes, cerró con parsimonia sus planillas y sacó un libraco amarillento y pesado; ordenó que sus alumnos abriesen sus cuadernos y empezó a dictar consignas.
El chico se concentró en resolver las consignas recitadas parsimoniosamente, con voz clara y silabeada pronunciación. Las escuchaba aun retumbar en su cabeza al leerlas concentrado, escuchó varias veces voces infantiles e inseguras preguntando o pidiendo que se repita algo mientras observaba la hoja en que respondía esforzadamente, sin entender bien porque, pero tratando de imitar o de comprender los métodos de esa maestra, su lógica que quizás algún día seria la suya, su lugar que quizás algún día seria… El deseaba aun sin reconocerlo ese pupitre macizo.
Fue llenando la carilla de la hoja de papel que tenía enfrente, solo con la certeza de que debía acertar lo que se esperaba de él… Si es que se esperaba algo de él. Eso que se suele llamar lo correcto, eso que debía nacer allí, en las ordenadas y mudas líneas trazados en el papel blanco, como quien adivina los rasgos de algo todavía desconocido. Cuando terminó con las respuestas permaneció observando sus propias palabras inseguro, sin reconocerlas como propias, esperando solamente que fuesen las acertadas. Sonó al rato la campana de recreo y entregó la tarea junto con el resto de sus compañeros y se retiró rumbo al patio.
En medio del desorden de los chicos que corrían en el gran patio alambrado, algunos se reunían a charlar en pequeños grupos. Él lo hizo junto a otros de su clase y pasaron el rato hablando sobre las últimas lluvias que habían destruido las casas de los más pobres de entre ellos, sobre lo que habían comido o comerían, sobre sus familias y mascotas. Nada raro, nada del otro mundo pero todos compartían un idéntico temor, todos sabían íntimamente que había algo de lo que no se podía hablar, nadie nombraría… nadie pensaría… nadie temía nada en especial aunque todos sabían que sí.
Sus frágiles rostros se observaban mutuamente sintiéndose reconfortados de pensar que dominaban mejor el temor (o al menos lo ocultaban mejor) que aquel a quien tenían enfrente.

De repente una vocecita se alzo entre ellos y dijo que sentía miedo, que había visto... que sentía que se le acercaba el momento… que rondaba…
Quedaron todos en silencio sintiéndose unidos, cercanos, protegidos en su silencio, viendo como se empequeñecía y se alejaba la figura de aquel que no había soportado la presión y había hablado, todos sintiendo de repente el frio y el viento del patio desolado donde quienes corrían parecían huir, donde quienes permanecían inmóviles parecían intentar ocultarse de algo desconocido.
La campana sonó y muchos chicos corrieron disparados, algunos al baño, otros sus aulas.
El llegó al aula aun secándose la boca con el puño de su delantal blanco. Se sentó y se preocupo por atender la voz de la maestra que ya estaba hablando, levantando de tanto en tanto los ojos del amarillento libro que leía pagina tras pagina para acomodarse los anteojos que resbalaban desde su entrecejo hasta la punta de su nariz mientras observaba a los alumnos y medía la atención que le estaban prestando.
Él sabía que estos momentos eran cruciales, no estaba seguro de cuál era la expresión correcta pero intentaba expresar la mayor atención imitando los rostros de otros niños que aparecían en los libros escolares. Atento observaba a la maestra recitar, página tras página y mirándolos de tanto en tanto, mostrándose conforme con ese auditorio silencioso.
El chico recordó por un instante la prueba que había realizado al entrar a la escuela. Nunca estaría completamente seguro de lo que había respondido. Entre las fechas, entre las oraciones analizadas… Sobre todo entre las operaciones matemáticas, siempre podía deslizarse algún que otro error. Ignoraba donde podían haberse producido las fallas y la maestra ya no repetiría lo dicho.
Aliviado de haber superado aquella evaluación volvió a concentrarse en su propio rostro y en un momento de distracción de la maestra observó el vecino banco donde se sentaba su compañero, aquel de vocecita chillona. El banco estaba vacío, el se había equivocado de alguna manera, su desesperación lo había superado hasta quebrarse.
No estaba ya junto a ellos y la maestra observaba cada banco menos el suyo.
A pesar del temor constante su mente tendía a desobedecerlo y recordar ese chico menudo y nervioso. Pero había algo en él, aunque no supiese que. Se había equivocado en algo ese chico aunque no estaba claro en qué. Recordarlo era como jugar con algo contaminado, algo contagioso. No podía arriesgarse, a los nervios propios y a esa forma de ser del otro que, a pesar de no ser más rara que la de cualquiera, algo distintivo e inadecuado habría tenido.
¿Era solo porque había expresado su miedo?
¿El realmente estaba perseguido, condenado de antemano?
Otro más a quien no volverían a ver jamás y era porque se había equivocado en algo.
Eso era lo único concreto así que comenzó a olvidarlo silenciosamente el también.

Comentarios

  1. Muy muy bueno, Gustavo!! Para interpretar de varias maneras, eso me gusta, bien por ese final :)

    Saludos
    Jeve y Ruma

    ResponderBorrar
  2. Muchas gracias Jeve-y-Ruma!
    El silencio... siempre el silencio acosándote, haciéndote olvidar abandonos, muertes, desapariciones, humillaciones, derrotas.
    El silencio como religión laica de nuestro país.
    (lo que no quita que vengo de un pueblo especialmente bullicioso que hizo mucho por sacarse de encima esa maldición)
    Muchas gracias, insisto!
    Paso todo lo seguido que puedo por su blog, siempre me sorprenden gratamente sus relatos! B-)

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Por favor ayudame a construir la topografia del borde de mi mundo.

Entradas más populares de este blog

Prologo de Relatos en la Frontera, por Santos Vergara

T exto con que  Santos Vergara (San Ramón de la Nueva Orán, Salta. Argentina), artista, escritor, poeta y gestor cultural, miembro del Grupo LePeB, editor de la revista cultural " Cuadernos del Trópico " y Prof. de Letras, prologó mi libro "Relatos en la frontera, en el año 2011. Prólogo del libro "Relatos en la frontera" por Santos Vergara by Gustavo Andrés Murillo

Relato del Libro Infinito

De los inventos que se atribuyen a Tobar, sus Cartas (o Libro Infinito como él lo había bautizado) fueron, en principio las menos populares. Hoy, en cambio, las Cartas circulan en Bermejo con tanta facilidad como en otro tiempo cambiaba de manos el dinero. Claro que el dinero siempre tiende a concentrarse en los bolsillos del poseedor de manos especialmente afortunadas, en cambio estas son recibidas y leídas con una incómoda mezcla de curiosidad y rechazo. En el año mil novecientos cincuenta y cinco, cayó el gobierno peronista. La victoriosa dictadura, entre otras tantas medidas draconianas, decretó la prohibición de libros en todo el país. Podrá pensarse que esa medida era del todo ajena a Bermejo: Allí jamás había existido una librería. Se leía gracias al préstamo sistemático de los pocos libros que se conseguían en los viajes a las ciudades cercanas, también se atesoraban los libros que los chicos podían robar durante su paso por la escuela.

El Diario

El colectivo que me depositó en Bermejo estaba atestado de trabajadores que regresaban a sus pueblos de origen y rebosaba pestilente sudor. A pesar del “calor humano” en que viajábamos su interior estaba helado, por un mal funcionamiento de su refrigeración. Yo me repetía, para consolarme, que las incomodidades eran en realidad una aventura y que estaban largamente justificadas. Al descender de mi transporte los cuarenta grados centígrados del verano norteño me provocaron un pequeño mareo. Resignándome a una futura gripe, encendí un cigarrillo para distraerme y evitar maldecir a mis anfitriones y también a mí mismo por prestarme a un vía crucis de tormentos sin gloria final. Todo por vender mis libros. Cuando mi paquete de cigarrillos estaba menguando llegó un taxi que me condujo a la casa de la Presidenta de la Comisión de Damas. La mujer era una cincuentona que impresionaba por la colección de joyas que la adornaban. Ella era disciplinadam