Pocos
acontecimientos de mi niñez fueron tan importantes y dejaron un recuerdo tan vívido
en mi memoria como la llegada de La Ciudad Automática a Bermejo. La mañana en que
escuché la noticia de boca de mi maestra nos alegramos todos y la disciplina
del aula se fue al demonio. Todos los chicos riéndonos, festejando, excitados y
con nuestros rostros radiantes ante el esperado anuncio. Luego de que la
Señorita Blanca, nuestra maestra, consiguió recuperar el control de la clase
antes de que llegase alguna autoridad de la Dirección a ver qué ocurría, nos
explicó que en el tren con el Circo llegarían también autoridades del
Ministerio de Educación, así que la escuela trabajaría durante las semanas
siguientes para preparar un recibimiento acorde con la importancia de las
visitas.
La Ciudad
Automática era un proyecto largamente anunciado por el Estado, un circo de
dimensiones incalculables, tanto por su tamaño como en despliegue de maravillas.
Diseñado por una compañía estadounidense y con sus juegos aprobados luego por
funcionarios del Ministerio de Cultura, enseñaba todos los nuevos avances
tecnológicos y de la cultura que serían exhibidos para que el pueblo (y los
niños primero) pudiesen disfrutarlos o al menos conocerlos. Un sueño vuelto
realidad gracias a la inversión del gobierno, volcada en toneladas de aluminio,
cristal, acero, motores, circuitos y luces de neón.
Todos los
chicos de la escuela pasamos (como había predicho la maestra) las siguientes
cuatro semanas recortando y pegando flores de papel crepe celestes y blancas.
En medio del olor a goma de pegar y las risas de los chicos que trabajaban con
una disciplina bastante relajada, charlábamos todos sobre lo que nos
imaginábamos de La Ciudad y algunos —los más afortunados— compartían lo que se
iban enterando sobre ella. Cuando Marcelo nos contó que un primo suyo (que
vivía desde hacía años en la capital) le había dicho que no era tan
deslumbrante “un amontonamiento de carpas que más parecía un mercado callejero
con lucecitas y máquinas defectuosas”, yo no le creí, me dolía que ofendiese
tan livianamente el nombre de La Ciudad Automática, orgullo del gobierno, de
los niños, de la Nación. Discutí con él y lo llamé mentiroso.
Él me
respondió con ojos burlones que su primo le había descrito una de las atracciones;ésta
se llamaba El Mar y era simplemente una salita de cine dentro de una carpa en
la que se mostraba continuamente la filmación de una playa, para que los chicos
pobres del interior pudiesen conocer el océano. Me enojé tanto que le tiré con
un frasco de goma de pegar por la cabeza. Yo estaba furioso, hubiese peleado
con él si no hubiese sido por la maestra allí presente quien como castigo me
mandó de vuelta a mi casa, sonriente y con una liviana nota informando a mis
padres sobre mi comportamiento.
Luego de
la paliza que recibí en mi casa (en donde no comprendían el fanatismo
entusiasta que se vivía dentro de la escuela) volví a clases para seguir
pegando flores, hasta que llegó el gran día.
El acto de
recibimiento fue muy largo y aburrido para nosotros que, luego de desfilar con
nuestros guardapolvos blancos, cantamos el Himno Nacional y varias otras
canciones patrias que hoy ya no recuerdo, para luego escuchar los discursos de
las autoridades provinciales y del Intendente. Además, ese transpirado mediodía
tan lleno de sol no permitía disfrutar de las miles de luces que adornaban
durante las noches el gran circo, pero no importaba mucho. La impaciencia por
conocer los secretos de las carpas crecía minuto a minuto y sentimos todos cómo
ese acto se volvía eterno colmando la paciencia y disciplina de todos los
chicos.
Por fin,
pudimos entrar, separados en grupos de a diez, con gendarmes como guías (la
gendarmería era responsable del circo, ellos habían llegado en el tren e
incluso se habían encargado de montar las carpas y armar las estructuras
metálicas). Mi grupo fue llevado hasta un juego diseñado para estudiantes de mi
nivel. Frente a nosotros se alzaba una torre de acero de unos treinta metros de
altura, la estructura se parecía un poco a la Torre Eiffel pero de su base
colgaban dos pequeños habitáculos que pendían de la cúspide de la torre gracias
a gruesos cables de acero trenzado. Nuestro guía nos explicó que los niños serían
seleccionados al azar y de par en par se sentarían allí con auriculares en sus
orejas para responder preguntas durante tres minutos, que era lo que duraba el
juego. A medida que fueras eligiendo correctamente las respuestas en una
botonera situada al frente te irías izando verticalmente hacia la cima de la
torre, en ella conocerías la Ciudad desde el aire, con una hermosa vista
panorámica. Ése era el triunfo que merecían los buenos estudiantes. En cambio,
conforme fueses errando, el cubículo en que estabas sentado detendría su ascenso
pero empezaría a girar horizontalmente alrededor de la torre cada vez más
velozmente a medida que fallasen las respuestas. No llegarías a ningún lado,
girarías sin sentido. Eso era lo que merecían los malos estudiantes que no avanzarían
en la vida si no prestaban atención y empleaban bien los conocimientos que daba
la escuela.
Por sorteo,
Sandra, por las chicas, y yo por los varones trepamos a nuestros asientos y nos
cubrimos las orejas con grandes auriculares; luego de asegurarnos firmemente
comenzamos a subir. A pesar del entusiasmo de ir respondiendo preguntas
sencillas y de ver cada vez más claramente las formas originales de las ruedas
giratorias, los grandes martillos, los cohetes y las inmensas carpas plateadas
que formaban el circo, cada vez nos sentíamos más nerviosos porque estábamos
alejándonos alarmantemente del suelo.
El rostro
de Sandrita estaba cada vez más lívido. Sus ojos muy abiertos me miraban fijamente,
sería por los nervios ya que ella era buena alumna, sus notas eran mejores que
las mías. Yo, haciendo alarde de un valor que no tenía, miré hacia abajo y a
través del piso de acrílico vi a mis compañeros como pequeños borrones
blancuzcos y, desconcentrado, respondí la opción “C” a la pregunta de “¿En qué
año descubrió Colón el continente americano?”; es decir, respondí que el
genovés había desembarcado en 1792, e instantáneamente sentí un escalofrío de
terror que me nacía en los pies y ascendía a través de la columna hasta mis
ojos ya llorosos y la nariz congestionada. Fuertemente aferrado a mi silla
sentí asombrado cómo ésta se movía segura hacia arriba mientras que frente a mí
ya no vi a Sandra, su silla había quedado unos metros más baja que la mía y se
había empezado a mover horizontalmente. Sin pensar y cada vez más rápido fui
respondiendo el resto del interrogatorio, de tanto en tanto sentía un zumbido
creciente que me indicaba que Sandra estaba respondiendo de mal en peor y
giraba a mayor velocidad, pero ya no me atreví nuevamente a mirar hacia abajo.
De repente, y cuando ya casi había llegado a la cúspide de la torre, oí debajo de
mí un chasquido tremendo, el ruido del cable del otro cubículo al romperse, y
luego el sonido del cable viboreando libre en el aire como celebrando haber
expulsado a mi compañera al vacío.
A mí me
bajaron rápidamente y los gendarmes vaciaron y cerraron el circo en cuestión de
minutos. Mis padres me recibieron en casa muy asustados, ya se habían enterado
del horrible accidente. Yo no pude dormir esa noche, tuve fiebre y deliré—según
me contaron luego— sobre cifras y respuestas. Nunca le conté a nadie que yo me
equivoqué, que la torre falló al permitirme avanzar. Es muy probable que Sandra
haya respondido acertadamente en el momento en que yo me equivoqué. Era claro
que yo debía haber muerto en ese desastroso accidente.
Se dijo
luego que a la Señorita Blanca la trasladaron a una escuela rural. Se la
consideró responsable por el error de la chica.
Por
supuesto que La Ciudad Automática fue cerrada rápidamente luego de esa falla en
sus juegos. El circo fue precintado, y en la espera de investigaciones que el
Estado nunca terminó de ordenar, fue arrumbándose frente a la Estación del
pueblo hasta convertirse en una tétrica ruina llena de leyendas de duendes y
apariciones de fantasmas. Yo no pude volver a acercarme nunca al macabro
basural. Ni a buscar cosas interesantes o útiles ni luego en mi adolescencia
aunque en esa época los jóvenes lo habían convertido en una “Villa Cariño”.
Para mí eran demasiados malos recuerdos.
En fin, confieso que en alguna parte mía el
alivio de haber salvado mi vida se mezcló para siempre con la desilusión de no
haber conocido en detalle el gran circo.
Me encantó y me tuvo en vilo hasta último momento!!! Ser muy buenos alumnos implicó ser los primeros en experimentar lo novedoso, pero también entender que las máquinas no son tan perfectas como el hombre y podrían ser causa del desastre humano. Estas logrando que leaaaa!!! costumbre casi olvidada!!! MUY BUENOOOOOO!!!!!!
ResponderBorrarjojojo! asi es... pero tambien un circo defectuoso (salvo para sus ojos admirados) administrado por militares muy poco divertidos...
ResponderBorrarque detentan el poder de juzgar y condenar cruelmente a travez de maquinas ciegas y falladas...
jojojo! muchas gracias por leer y me recontra gusta que te guste!
Gustavo, celebro con alegría encontrarnos en este hermoso camino de las letras. Muy lindo tus escritos. Me gustaron mucho.
ResponderBorrargracias humberto y felicitaciones por los poemas!
ResponderBorrary por el libro edito tambien!
espero tambien que estos forunculos - que simulan ser relatos- te sean gratos...
y nos seguiremos leyendo! B-)