Frente a un par
de policías, bajo la triste epilepsia de una amarillenta bombilla eléctrica,
Elena observa el lento vuelo de una mosca. A pesar de lo habitual del hecho, no
puede evitar un principio de nausea ante el movimiento en cámara lenta del
insecto. La mosca circunda la habitación y sus alas aplauden el aire agradeciendo
la liviandad que permite su vuelo. Lenta va moviéndose alrededor del oficial
que interroga a la loca. Se encuentra a medio metro del rostro de ese policía
sentado frente a ella. En unos minutos ha de posarse en su mejilla, cuando eso
ocurra el uniformado va a golpearse el rostro con la palma y solo conseguirá que
su rostro brillante, lampiño y grasoso se coloree lentamente, de cobrizo a un
delicado violáceo. Eso acabara por ocurrir cuando al fin él termine de desgranar
su inacabable pregunta…
Elena abandonó
Bermejo hace incontables años luego de conocer el destino de su pueblo en los
arcanos de una baraja marchita.
Hoy, mientras el
calor de la tarde cocina un pueblo remoto, un policía le está preguntando sobre
el crimen de una joven mujer quemada viva mientras bailaba en un boliche
decadente. Elena no sabría del crimen si no se lo estuvieran describiendo ahora,
no le importa el caso más de lo que la molesta mosca que aún continua
gravitando el rostro oscuro. Insoportable lentitud con que la vida ronda a la
vida, extravío de los seres que huyen de su propio vacío abismándose en otro
vértigo, buscando una finalidad necesaria y equivoca. ¡Tan diferente la elección
de la bailarina fatal del destino de las moscas que surcan las penumbras!
Hace muchos años
Elena fue maestra hasta que perdió su trabajo al caer en desgracia Bermejo
cuando el país decidió empezar a devorar uno a uno los pueblos pequeños que lo
circundaban. Se refugió en los libros de su biblioteca, en las novelas rosas y
los versos del romanticismo lirico que la sostuvieron hasta el día en que los
vecinos llamaron a su puerta para avisarle que debía ir a recoger el cuerpo de su
exmarido que, perdido en el alcohol se había colgado de un viejo árbol cercano
a la abandonada Terminal de trenes.
Luego de
encargarse de las obligaciones del velorio colmado de amigos con borrachera
triste y aun del solitario entierro Elena comprendió que no podía permitirse más
días de encierro en esas palabras almibaradas y narcóticas. Hizo una pira en el
patio de su casa y quemó sus libros junto a las ropas del muerto. Había
decidido cambiar su vida y de acuerdo a esa decisión empezó a leer la baraja.
No solo para ganarse el pan sino buscando darle un sentido a sus días. Para encontrarse
verdaderamente ella en el interior de esos símbolos eternos.
Hoy, continúa el
sol asfixiando la tarde y confirmando que dormir una siesta es allí un
imperativo. Elena observa el rostro del oficial. La mosca aun le ronda y el,
sin saberlo le está ofreciendo la otra mejilla. ¡Tan diferente de la verdadera
luz emitida por esa bailarina en llamas! Elena no la conoció pero está
íntimamente de acuerdo con lo ocurrido. Es probable que un viejo adinerado la persiguiera,
pero, ¿de qué le servían sus cenizas? Ella no cree que haya habido allí un
asesinato. El policía aún no terminó de contar la historia. El policía no
terminó aun de preguntarle si ella sabe algo. El policía no confirmó aun su
naturaleza de buen cristiano golpeándose la otra mejilla para maravilla de la
mosca que hipnótica lo rodea en lenta orbita. Está segura de que la mujer
quemada era como ella. Elena la imagina prisionera de la desesperanza de un
mundo construido en la desgracia, la imagina entrando al baile para olvidar sus
penas en cualquier tugurio miserable, la ve recibir invitaciones de bebida de
los gauchos que la admiran por su corazón libre, la imagina oír los lentos
compases de las chacareras y las cumbias que en sus oídos resuenan aún más
lentos transformándose la melodía amodorrada en una jalea espesa y ve como de
repente la mujer decide participar y empieza a bailar con su propio ritmo
interno, a una velocidad desquiciada y fatal, con movimientos incomprensibles
para su público, con una energía insostenible para su propio cuerpo que se
enciende y se consume como la Lira de Rubén Darío, como las novelitas de Corín
Tellado, como la ajada Biblia de una desempleada maestra de Bermejo.
Si, Elena está
segura de que esa pobre mujer compartió su locura y su sino.
En Bermejo los
clientes hacían fila frente a su puerta para conocer su nebulosa suerte. Atados
todos al destino del pueblo, ella debía hacer malabares verbales para dejarlos conformes,
para mentirles alguna sencilla esperanza. Como ella también deseaba albergar
alguna luz interior, esperaba la llegada de la noche para conocer su propio
destino. Dos veces barajaba, dos veces preguntaba. Una para conocer su fortuna,
otra (no podía sustraerse de ese sentimentalismo) para preguntar por el amor.
Las cartas eran tan confusas como la suerte del pueblo agonizante. Cansada, una
noche preguntó por la suerte de su pueblo. Lo que le mostraron las cartas
trastocó su cordura y su destino. Huyendo de un apocalipsis eterno juntó unas
pocas ropas y se marchó con el primer
camionero que la encontró agraciada.
Una baraja está
diseñada para mostrar un instante en el eterno devenir de los fenómenos. Elena,
sobrecogida vio que el fin del pueblo de Bermejo no era un acontecimiento
futuro, más o menos cercano sino un proceso encadenado a la estructura misma
del pueblo. Su derrumbe no era una desgracia futura sino, más bien su materia
constante. Cada ladrillo, cada torre petrolífera, cada barrio y cada
institución eran una configuración de la condena del pueblo. Su desastre era
permanente y esa negra hemorragia dinamizaba la energía de la región.
Al momento de conocer
el destino del pueblo debió reprimir su primer impulso de salir a la calle y
gritar a los cuatro vientos su alarma. Es que, ¿Cómo expresarle a los vecinos
esa condena eterna? Era parte de la estructura misma de sus vidas y no había más
que dos salidas. Como Elena no quería pasar la eternidad limpiando los vómitos
del borracho de su marido en el infierno, eligió la segunda. Eligió huir.
Solo al bajar
del camión de su azaroso caballero, a muchos kilómetros de Bermejo, Elena descubrió
que sus esperanzas estaban tan perdidas como el devenir de su pueblo natal. En
cada lugar en que la pobre mujer posó sus pies desde la partida reencontró las
mismas señales tangibles del desastre que cuyas señales había percibido en las calles
y edificios de su pueblo, al iniciar su huida. Los cielos para Elena fueron
desde ése día rojizos como preanunciando el general incendio prefigurado. Las
paredes de casas y edificios se mancharon para ella de pegajosa brea, los
rostros hepáticos, apergaminados, denotaron siempre una fatalidad intrínseca y,
poco a poco, notó como el mundo a su alrededor empezaba a ralentizarse. La
lentitud de un universo agotándose ya de su propio apetito. No pudo más que continuar
viviendo como fugitiva.
Siempre se las
apaño para conseguir ser “levantada” por vehículos en las rutas porque los
trayectos en que se vio obligada a marchar a pie le fueron insoportables: la
visión de cuerpos semienterrados, tanto moribundos como cadáveres, en los
arenales le era insoportable. Al costado del camino ella solo encontró miseria
y desolación.
En su largo vagabundear
Elena ha conocido encierros. ¿Esquizofrenia? ¿Qué peso podría tener esa palabra
frente a la condena del mundo entero? Devolviendo esa palabra como una moneda
falsa continuó su camino buscando reencontrarse alguna vez con los cielos
azules que vio en su juventud, antes de que se perdieran en los secretos de la
baraja.
Observa hoy al
hombre de discurrir lento, un muñeco ya casi sin cuerda, que le continúa hablando
en la comisaria. ¿Para qué va a intentar explicarle sus visiones y su simpatía
por La Quemada? Sabe perfectamente que ese hombre transcurre en una dimensión
de lentitud agonizante y cuando ella hable el solo escuchará un farfullar
silvestre, incomprensible. Elena también se sabe obligada a volver
circularmente sobre ciertos acontecimientos nodales. El no comprenderá jamás su
discurso. Elena simplemente se levanta de la silla y se dirige a la puerta de
salida sin que su interlocutor termine aun sus preguntas. Ya está en la calle,
ya se ve rodeada del aire hirviente, el cielo rojizo. Los pocos hombres casi
inmóviles, los pájaros llevados por el viento como lentas hojas.
Helena debe
continuar su huida. Camina hasta encontrarse con los ojos fijos de un inmenso
gato pardo que la observa con inteligencia, desde una mesa de bar, situada en
la vereda desierta. El gato le sostiene la mirada con extraño entendimiento.
Ella solo lo roza acariciándolo al pasar junto a la mesa y continúa su marcha.
Horas más tarde
se aburre con la cháchara informe del camionero que la levantó. El hombre narra
lentamente (por lo menos para los oídos desequilibrados de Elena) una historia
de camino sin paradas, la obsesiva aventura de adelantarse siempre a algún otro
vehículo. Ella lo observa continuar su infantil cantilena. Observa su tic de
apretarse enérgicamente las aletas de su nariz, como si sufriera de una
constante comezón y sonreír con la mandíbula dura de excitación por la
velocidad. Observa sus ojos rojos, idénticos a aquellos que vio en el gato que
la despidió del último pueblo que abandonó. De pronto, la cabina y el rostro
del conductor también se tiñen de rojo. Elena ve con alarma que el firmamento
se oscurece de un color mucho más pronunciado que el habitual en los
despoblados. Seguramente el imbécil que conduce el camión la está llevando de
regreso a Bermejo. Entonces, y fiel a su desesperación Elena recuerda y rebusca
entre sus ropas el pequeño cuchillo que le ofreció aquel gato providencial.
Hola Gustavo.
ResponderBorrarA pesar de no comentar regularmente en ningún sitio por razones de tiempo, quiero felicitarte por tu contenido, y compartir contigo un premio que he recibido en mi blog. Si gustas puedes pasar a recogerlo en Musa, Papel y Pluma.
Saludos.
Myriam.
Ariadna, disculpa la tardanza en contestar... es que anduve acosado por ciertos fantasmas...
ResponderBorrarEn fin, esperate que te contacto por mail. Gracias por la propuesta.