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El Bautismo Negro (Segundo relato de la Serie de La Fuga/Fuga del relato de La Caravana)

Habían corrido hasta cansarse. Ahora la noche (a pesar de los temores que despertaba, de los enemigos que ocultaba) los protegía. Dos hermanos, ayudándose mutuamente, habían llegado a perderse en lo profundo del monte. Esta situación desesperante era para ellos motivo de alivio y esperanzas porque habían conseguido huir de la Encomienda.

El mayor de ambos era quien había decidido y planeado la fuga. A poco de llegar, junto al resto de su comunidad, al descampado donde levantaron sus chozas y trabajaron la tierra para sus amos, él había concluido que solo podían encontrar la muerte en lo profundo de los surcos que hendían en la tierra.

El mayor era un joven bastante despierto (así lo habían definido los curas que constantemente vigilaban a los indios) y se había hecho notar cuando, a poco de instalarse su comunidad dentro de los muros protegidos por la Corona, se había dirigido a los sacerdotes para quejarse por las agotadoras jornadas de trabajo que los indios sufrían. Los religiosos habían discutido largas horas con él, sin conseguir disuadirlo de su queja. Entonces se dirigieron al cacique y le solicitaron que se los entregue. Le darían una educación especial para que sirviese al celestial rey que los observaba permanentemente, mensurando su trabajo y acortando el tiempo de darles el perdón y la libertad. Dentro de la Iglesia él sería una ayuda para la salvación de los suyos.

Así eran las cosas en la Encomienda. El Mayor fue separado de su familia y hermanos, y llevado junto a los curas. Allí, aunque especialmente sometido a la Doctrina, comprendió rápidamente que los evangelizadores se hastiaban rápidamente de los salvajes que llegaban en constantes remesas. Estos recibían sumariamente el evangelio pero, luego del catecismo impuesto y la consecuente comunión, se abría una situación nebulosa, en la que los indios podrían pecar apenas actuasen más allá de los ojos de los sacerdotes. Dentro de los límites de la Encomienda la salvación de sus almas era, administrativamente, posible. Los curas vigilaban constantemente a los indios, esperando que la enfermedad se adueñase de cada uno de ellos para marcarlos con oleo primero (lo que parecía desencadenar la definitiva agonía), luego bendecirlos, beneficio y despedida a la vez, con el sacramento de la extremaunción y finalmente asegurar su cristiano entierro en el camposanto. Si alguno de ellos conseguía salir vivo de allí volvería al monte e inmediatamente retornaría a una vida en el pecado, lejos de la vigilancia de los hombres de Dios.

Para los encomenderos la decisión era aún más sencilla. La familia Olmedo acrecentaría su beneficio mientras más velozmente trabajasen los indios. Y los funcionarios de la corona exigían una evangelización general. La manera más económica de realizarla sin arruinar las precarias instalaciones de la Doctrina era entregar a Dios los espíritus de los indios apenas estos le perteneciesen.

Estas revelaciones causaron en él mayor mucha más impresión que los servicios que debía prestar al inmóvil y solitario espíritu que lo dominaba invisible a través de la vigilancia de los sacerdotes. Burlando a estos, buscó en la noche a su hermano y le indicó rápidamente que debían fugarse inmediatamente. Solos. Intentar dar la alarma al resto de los cautivos de la Encomienda y superar la autoridad del cacique hubiese descalabrado la pequeña oportunidad con que contaban.

Aprovechando la cerrada noche se escabulleron por entre los bajos muros de la Doctrina. A partir de allí corrieron sin descanso hasta perderse en lo más espeso del monte. A lo largo del día continuaron caminando y buscando, hacia el este, el río Bermejo. Necesitaban atravesarlo para encontrar comunidades en las que poder integrarse. Los dos niños aceleraban el paso porque sabían que sus perseguidores, jinetes y perros, ya estarían tras ellos.

Llegada la noche treparon a los árboles para vigilar mejor su propio sueño. Solicitando protección a los Dueños del monte trataron de descansar. El más chico de ellos, sin poder dormir, observó a su hermano mayor subido a las ramas más altas de un árbol ubicado en un claro del monte. Desde allí contaba con cierta seguridad ante las serpientes. Con algo de admiración e inevitable envidia lo contempló dormir reposado. La situación era desastrosa y el la afrontaba en un profundo sueño. Habían decidido separarse de la comunidad. Seguramente sobrevivirían a la desaparición del resto de los suyos ofrecidos en holocausto al Dios de los blancos y sus elegidos.

Él, por su parte, no estaba tan seguro de preferir la vida en una comunidad extraña. Soportando por el resto de sus días un rol subordinado sin familia ni amigos, sin esperanza de reencontrarlos ni siquiera tras la muerte. El resto de su tribu seguramente pasaría la eternidad sirviendo en el Paraíso de los blancos, pero ¿y él?

Trató de espabilarse bajando de su árbol y concentró sus esfuerzos en orientarse en la noche y su silencio, en intuir la proximidad o lejanía del río. No había nada que permitiese sospechar siquiera su cercanía. Todo lo contrario, la sequedad del aire indicaba que el curso del río podía haber cambiado alejándose definitivamente de ellos. Devastado por la certeza el chico caminaba en la oscuridad solo con la imposible esperanza de que un milagro le mostrase algún rastro del perdido río, de la salvación que se ocultaba de ellos.


En medio de la oscura noche olió en el aire, no ya la frescura del agua dulce sino el seco aroma de las brasas de una fogata. En silencio se acercó y observó a la tropa de la familia Olmedo descansar de su busca. Calculó el tiempo con que contaban para reiniciar la marcha y alejarse de ellos. Si, podían intentarlo pero, ¿hacia dónde marcharían? ¿Cómo buscar a ciegas el río perdido? Sin más esperanzas palmeó sus manos para despertarlos y así entregarse.
En pocos instantes se encontró caminando escoltado y atado por la cuadrilla y así los dirigió hasta el árbol solitario en el que se encontraba aun durmiendo su hermano. Él chico no hablaba bien aún español así que no sirvió de nada que improvise alguna excusa para disculpar la fuga de ambos. Buscar piedad era imposible. Los soldados lo amordazaron apenas entrevieron el lugar, impidiéndole así cualquier alarma, cualquier duda en la entrega de su cómplice. El y la noche solo observarían en silencio los acontecimientos desencadenados.

Rápidamente los hombres rodearon el árbol y algunos de ellos, trepados a sus ramas más bajas, fueron cortándolas dejando atrapado al joven que, desde la copa, miraba espantado y comprendía que ya no tenía escape. El árbol se encontraba en un claro del monte y no había forma de saltar en ninguna dirección. Entre risas sus perseguidores encendieron un cercano fuego y luego rodearon las raíces del árbol de ramas secas y algo del combustible que usaban para sus antorchas para convertirlo en una improvisada pira. A pesar de la ausencia de alguna autoridad religiosa estos hombres sentían que era la manera correcta de purificar a ese fugitivo de la Encomienda pero también de la Iglesia. Riendo y gritando se burlaron del joven que gritaba asustado mientras encendían la hoguera y luego observaron, apasionados, como las llamas se llevaban por juicio de divino, hacia una condena eterna, a ese infiel que tan torpemente había intentado escapar de las leyes de los hombres y de Dios.


Como un pájaro rojo y fatal el fuego destruyó la vida del joven indio en pocos instantes. El consumido y pesado olor de la muerte se esparcía entre los hombres que reían y el chico agotado de forcejear inútilmente entre sus captores. Luego, riendo todavía, para castigar la doble cobardía del niño le cortaron con un cuchillo su rostro desfigurándolo. Cada vez que lo viesen en la Encomienda recordarían que las fugas son un bárbaro error.

Durante el camino de regreso a la Doctrina el chico fue conducido a pie y a pesar de que se sentía muerto en vida, destruida su humanidad por la desastrosa elección de entregar a su hermano a la muerte, comprendió que debía hacer algo para detener la fiebre que empezaba a invadirlo. Buscó en el camino (sus manos estaban libres porque lo llevaban atado de su cuello) hierbas y telarañas para no morir. Solo por instinto curó su herida porque esa vida que salvaba ya no era nada.

Traspasadas las puertas de la Encomienda fue presentado ante los Olmedo. Nadie se lamentó porque hubiese regresado solo uno de los dos indios. Era un promedio razonable. Sin embargo, llamaron a los curas para discutir el futuro del sobreviviente. Estaba completamente desfigurado y podía espantar a los indios que trabajaban en la confianza de la piedad de los cristianos. El cura propuso que ocupase el lugar de su hermano muerto puertas adentro de la iglesia. Inteligentemente, sacaban balance del error de elección cometido anteriormente pero no perdían nada. Conservarían un joven a su servicio y lo educarían como a un blanco.

De camino a las instalaciones de los religiosos le ordenaron que lleve un cacharro con agua sucia que alguien había dejado abandonado en un alero de la casa principal. Estaban en la estación seca del año y el agua era un bien precioso. Cerradas tras él las puertas de la iglesia fue llevado hasta el altar invadido por el atardecer que llenaba todo de penumbras, con el agua barrosa que él mismo había traído y por segunda vez en su vida, fue bautizado fría y despectivamente.

Por entregar a su hermano y cargar con la marca de la vergüenza en su rostro, lo llamaron Caín para que hasta el último de sus días fuese condenado cada vez que lo nombrasen. Y su vida salvada valdría menos que el olvido que habría ganado con su muerte.

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