Hace años que permanezco junto al árbol, cuidando de él. Debo
ser sincero y decir que es mucho más lo que él me protege, a mí y a los míos.
Yo sólo mantengo vigente el Pacto.
Aún recuerdo, gracias a periódicas repeticiones como ésta que
hoy enuncio, con tristeza, el día en que se marcharon los guerreros de mi
pueblo. Los caciques fueron unánimes en su decisión, debíamos luchar o nuestro
pueblo moriría de hambre en un cierto tiempo. A mí me fue encomendada ese mismo
día la tarea de custodiar los ritos que sostenían el pacto entre los dioses y
nuestro pueblo. Era una tarea imprescindible en el período de luchas que se
abría y no pude negarme, esta responsabilidad me pertenecía por herencia y no
podía sustraerme a ella así como nadie podía reemplazarme frente a ella. En mi
interior me rebelé y me desgarré pero mantuve firme mi semblante. El pacto era
más importante que mis ambiciones de fama y de batalla.
Las mujeres que permanecieron en la aldea se acercaban
diariamente a verme en aquellos primeros años. Me relataban los acontecimientos
de las batallas según las versiones que les llegaban y me reconfortaban
tiernamente por mi sacrificio y porque comprendían que mi deseo hubiese sido
combatir junto a mi generación. Viví a través de sus relatos la crueldad de las
batallas, la sórdida matanza del enemigo,sóloaceptable en la medida en que así
se alejaba el peligro inminente de la hambruna, del desplazamiento a tierras
mezquinas. Con esos temores asumimos el crimen de manchar de sangre el verde
monte que nos cobijaba por igual a nosotros y a nuestros enemigos.
Recuerdo aún hoy los llorosos relatos… la muerte de mi familia;
la locura pasó luego sobre los campamentos y desbarató el espíritu de muchos
cobrándose así la violencia adeudada por los guerreros, tanto de nuestra tribu
como del enemigo. Pasó el tiempo y las mujeres de la tribu empezaron a cansarse,
muchas de ellas habían enviudado y cumplido ya hacíamucho con todos los ritos
del duelo, algunas acabaron escapándose de la aldea según me informaron las que
permanecían fieles a nuestra cultura. Luego, una de las que aún me visitaban
con cierta regularidad me confesó que les había llegado tiempo atrás una triste
noticia. Nuestros jefes se habían cansado de la constante pelea y alquilaban
nuestros hombres al enemigo para diversos trabajos, desde cosechar en sus
tierras hasta luchar contra otros pueblos rebeldes. Decían que así acumularían
nuevas armas con las que conseguirían un triunfo cómodo y seguro.
Yo no tenía la autoridad ni el conocimiento para saber si esa
estrategia era acertada o si significaba la derrota definitiva enmascarada con miserables
sacrificios y pequeñas conquistas. Compartía en esencia el sentir de la mujer
que me dio la noticia, era un acontecimiento triste como la puñalada con que se
les da paz a los enfermos incurables. Jamás podrían volver nuestros guerreros
si no vencían… y ni siquiera estaban luchando. Mientras nuestros caciques
acumulaban herramientas, cabalgaduras e incluso decían que armas, nuestro
territorio moría víctima del olvido, reducido a un inútil y estéril desierto.
Así, y como era natural, pasado el tiempo razonable, las mujeres empezaron a
marcharse a buscar hombres, los de nuestro pueblo o cualquier otro.
Yo me quedé. No estaba seguro del retorno de mis hermanos, pero
sabía que la verdadera derrota se consumaría recién el día en que el pacto se
extinguiese.
Día a día a lo largo de los años repetí en la soledad los ritos
que sostenían la antigua alianza que nos garantizaba el aprovechamiento de la
naturaleza poderosa y peligrosa en sus generosos dones. Hubo días en los que
sentí volverme pájaro o árbol o espíritu sin más ciclo que la persistencia de
la fe. Luego debí sufrir el asedio de los demonios de la locura, quienes tras
hartarse de causar estragos en los guerreros de aquella —nuestra— inconclusa
guerra llegaron por mí, seguramente animados por la piedad y la extrañeza de
verme diariamente durante las horas en que el sol azota, reptando en aquel
árbol descomunal. A pesar de su ataque, de su intento de darme piadoso
descanso, siempre pude recordar mi pertenencia a un pueblo constituido por un
pacto, a un pueblo que nació porque existía un árbol desde el que podía llegar
a la providencia de los dioses, y entre todos los miembros de este pueblo tuve
yo el gran honor de perpetuar su rito hasta el día de su retorno.
Eso me sostuvo lúcido, e inmerso en mi desolada razón fui
construyendo con el árbol un lazo de profundo amor que superó largamente las
necesidades del pacto. El árbol fue cobrando sentido para mí desde cada una de
sus infinitas hojas, verdes testimonios de la vida, con sus destinos ínfimos,
únicos e idénticos como los de todos los habitantes del monte. Comprendí desde
mi corazón también a sus emocionadas ramas, tratando de formar un nuevo
universo más allá de lo posible, alcanzando la nada y transformándola en ese
mismo instante. Vi nuestro trayecto circular en su tronco poderoso de
circunferencia hemisférica y también intuí el oculto mensaje de las invisibles
raíces certeras y exactas en su asir constante.
Comprendí, digo, lo que sospechaba desde siempre, que en ese
árbol en el que estaban dadas todas las condiciones para comunicarnos con los
dioses había también un espejo de nuestro destino y quizás no era necesaria más
comunicación, bastaba con esa profunda identidad, como la imagen nacida en un río
límpido al reflejarse uno en ella. Creo aún en nuestros dioses y entendí que
este gran árbol fue nuestra plegaria y su respuesta. Y que desde el día en que
se inició el diálogo entre ellos y nosotros se dijo una sola frase, quizás
primero como afirmación divina y luego como pregunta mortal, aunque el orden no
es importante ante lo eterno o al menos lo cíclico. Esa única frase es nuestro
destino cíclico codificado en el árbol eterno.
Cada ser vivo de los miles que poblaban el árbol fue parte de
mi espíritu al poblar (tal como yo lo hacía) ese universo verde dentro del otro
universo análogo, el del monte inabarcable. El pacto tomó para mí un sentido
mucho más exacto y abarcativo, mi pueblo y su destino estarían presentes
conmigo mientras yo permaneciera fiel junto al árbol.
Desde ese día volví a saberme parte de él sin necesidad de
abandonarme a alucinaciones dementes. Mi preciosa visión no fue, sin embargo,
mi última iluminación. Desgraciadamente, un día vislumbré fugazmente un nuevo
mundo que me rodeaba. La ciudad se me apareció por todos los costados, me rodeó
como una niebla transparente y refulgente al amanecer, brillando el neón y
sulfurando columnas de humo a través del brillo de los insectos y de la niebla
que dio marco y posibilidad a esa extraña aparición durante un instante que me
desbarató la paz espiritual que había disfrutado cada día desde que recordaba.
Esperé a partir de ese momento, con preocupación, que llegase el nuevo día,sóloporque
esperaba aquél en que regresaría quizás aquella visión relampagueante. Atravesé
inmóvil la noche y mis esperanzas se frustraron ese nuevo día así como los
siguientes.
Metódico, a partir de ese momento atendí a todos los detalles
del árbol y puedo asegurar, fundado en que no hallé nada excepcional, nada que
se repitiese ni que sorprendiese por su rareza, que no hubo más que casualidad
el día que la visión retornó. Estoy seguro de que ni las estaciones ni el clima
guardaron relación con esas vislumbres de diferentes poblados y ciudades desconocidas
e imposibles que le fueron revelados a mi soledad. Mi primer temor fue que, disuelto
mi pueblo, hubiésemos caído yo y el árbol, y quizás el monte entero, arrasados
en algún distante pasado sobreviviendo ambos como ciegos espectros que
continuarían su rutina sin tener conciencia de haber desaparecido hacía ya
muchos años. Y que al desgastarse y disgregarse finalmente las ilusiones
suscitadas por las fuerzas de la fe y de las esperanzas me fuese dado como
humillante recompensa percibir el mundo que se levantaba tras las nubes de mi
ilusión fanática.
No se me escapaba que hacía años, quizás siglos, que yo debería
haber muerto. Siempre había confiado en que el milagro de poder mantener el
pacto más allá de mis fuerzas se debía a la presencia de los dioses en los que
confiábamos nuestra propia subsistencia y a los que nos encomendábamos antes de
cada batalla. Sentía que mi vida persistía porque era necesaria para mi pueblo,
estas vislumbres me estaban enseñando mi derrota o la de mi gente, lo que
finalmente significaba lo mismo.
¿Era eso todo lo que me podía ofrecer mi fidelidad al fin de
los años? ¿Perdurar como una mera sombra sin más fuerza, sin más frutos que ser
finalmente consciente de no existir ya y de pertenecer sóloa oscuros girones de
olvido?
Pasado un tiempo decidí que ya se había cumplido la hora en que
yo y el árbol deberíamos haber desaparecido si fuésemos solamente y nada más
que fantasmas.
Continué existiendo, recordando y esperando esas visiones y las
vidas cotidianas que me mostraban,desde otros ojos (los de hombres y mujeres
jóvenes) que sin quererlo se convertían en ventanas a través de las que yo
podía conocer un mundo que no me pertenecía ni podía comprender pero tan humano
en su humilde devenir, tan querible. Había pasado el tiempo, no puedo saber
cuánto, pero ya no lo sufría porque esperaba las visitas de esas visiones
sumidas en niebla, tan valiosas, familiares, como el mismo árbol, como los
seres que lo habitan.
Allí fue que entendí (y es lo que presiento aún hoy) que al
sostenerse el pacto, mis visiones son el reflejo del mundo por el que transitan
hoy los míos. Mi pueblo persiste al persistir su fe aunque ésta quizás esté
acotada y sobreviva únicamente en mi persona. No tengo motivos para esperar que
mi gente recuerde ya ni sus creencias ni al árbol, ni siquiera su lengua, que
yo mismo olvidé hace siglos, salvo por las bendiciones que deben ser pronunciadas
en ciertos momentos cruciales del rito al que asisto todos los días, reptando
diariamente por las ramas de este árbol que de alguna forma ya no es todo mi
mundo porque me permite comunicarme con un universo desconocido para mí.
Queda sin embargo una profunda preocupación en mi interior. ¿Y
si volviesen? No conocen ni el pacto ni al árbol que los mantuvo en la
existencia, ni queda ya nada de nuestra lengua.
Sumando su olvido al mío, ya que me he convertido en un habitante
de este mundo verde, sin más lenguaje que los rituales que repito en una lengua
olvidada, creo a mi pesar que ni siquiera nos distinguiríamos. Quizás ellos sólo
verían una pequeña alimaña, un animal del monte. O quizás yo desaparecería y
todo nuestro universo conmigo, al verme obligado a tomar conciencia del paso
del tiempo victorioso en todo, hasta sobre mí que sobrevivo gracias a la
ilusión de soledad y a la fe.
Por último, queda otra alternativa. Nunca pude llevar una
contabilidad de los años que permanecí aquí, ni del proceso de transformación que
sufrieron tanto mi cuerpo como mi mente que perdió, entre otras cosas, su
lenguaje. Yo he estado aislado de mi pueblo y de todo hombre y eso vuelve mi
existencia algo completamente incomprobable. Un discurso sin más entidad que la
que le da quien lo enuncia y quizás quien lo recibe y cree algo en él.
Es posible que yo haya perecido hace años, quizás el árbol
sufrió igual destino. ¿Quién puede asegurar que yo existo? ¿Y que este árbol
desde el que habló ha sobrevivido? ¿Quién?
Nuestra tribu ha muerto primero que nada para los caciques que
la entregaron, pero luego para todos sus hijos que la olvidaron para
sobrevivir. Entonces, mi existencia no es más que una leyenda olvidada.
Pero aún existo y sé que el ciclo del árbol es perpetuo, aun
cuando nuestros hombres y nuestro tiempo se han disgregado, el poder verlos
como visiones, aquí, a mi lado, en medio de las verdes ramas y de los insectos
atareados es prueba de ello. Mi pueblo cambió más allá de las posibilidades
imaginables. Sólo yo, en esta existencia sin testigos,pude preservarme. Quizás
fue un acto de piedad o de necesidad de mis dioses. No lo sé.
Todavía puedo recordar que este mundo es circular, que el camino
que se inicia sólo finalizará para poder volver a empezar. Los ciclos que han
determinado tanto nuestro nacimiento como nuestra muerte y el subsiguiente
olvido, existen para poder, luego, volver a recuperar aquello que se ha
abandonado. Aquí permanezco, parte ya de este universo vegetal, más allá de la
bruma de los sueños y de los viejos presagios, sé que llegará el día del
reencuentro.
Espero conocer ese día tan luminoso que no tendrá ya la
contrapartida rítmica de su ocaso. Sé que vendrá el fin con la buena nueva del
reencuentro anhelado.
Hola Gustavo:recordando a tu citado Deleuze,se puede sentir el grito de tu region sublevada, y el tuyo,en las vueltas de la historia y del destino.
ResponderBorrarVerena
Gracias Verena. Este cuento tiene su tiempo ya... (fines del 2010) pero me dio ganas de postearlo ahora porque me sonò mucho al argumento del cuento anterior: Àrbol de la Vida... sin el toque gotico, claro. :-)
ResponderBorrarY sip... gracias por nombrarme una rima con Deleuze... el tipo hablaba del lamento... del aullido de los perros ante un mundo desproporcionado, infinito y eterno (frente a sus miserables vidas)...
¡Pero! hay dias en que vagaremos invisibles frente a los gentiles... aunque, y siempre llegan, las noches nos recompensan con creces. :-)
Encuentro un sabio en la persona del guardián, un cuidador de la cultura del hombre, símbolo de tu amor por el pasado, raíz del origen.
ResponderBorrarUna narración en prosa muy bella que cumple ocn el deseo del lector, encuentro con calidad en el texto que lleva al placer en su lectura.
Un abrazo Gustavo Andres.
¡Gracias Leticia! Me alegra, antes que nada, que te haya gustado. Una vez decidí alargarlo a este cuento y siento que, desde esa vez, perdió (definitivamente) su estabilidad.
ResponderBorrar¿Vos sabes que pienso? que el problema del pasado es que ya no muere. Podríamos enunciarlo así: “Había una vez... Un mundo en que el tiempo (y los ciclos de la vida, claro) pasaban según su reloj interior o según su suerte (que es casi lo mismo ;-))... Pero… Hoy el tiempo quedò subordinado a otros intereses (¿"time is money" decían?), hoy se decreta la muerte mucho antes que ella ocurra efectivamente…”
Creo que hay muchas muertes que gozan de buena salud. Quizás haya una clave en eso de que el mundo moderno (y capitalista, claro) siga teniendo en el asesinato ritual de la no-muerte una obsesión literaria (y fílmica y etc., etc.,).
El Guardián existe en una extraña forma de amor… es solo una ilusión intangible… Se convirtió en un bicho más del monte… Siempre hay un precio… Saludos Leticia, Muy buenas las fotos del viaje, en tu blog. :-)
Así es el amor alimentado de sustancias de la raíz del pasado que nunca muere, como bien has develado en ti, heredamos en el goce infinito del éxtasis, la hermandad de las familias de cualquier condición o capa social, pertenencia al fin del ser humano.No te laceres por la existenia del contrario, es natural mi querido amigo. Sigue por la excelente senda de la vida que has constuido de la mano de la reflexión y el deseo por el bien de tu hermano el hombre, por supuesto incluyo a las mujeres las que desheredadas y abusada siempre por el poder (en cualquiera de sus formas, incluso por sus hemanas)hemos transitado junto a ustedes en la construcción del hoy, que vivimos todos, llámese cómo se llame. Mi afecto y mi admiración por el poder de tu escritura.
ResponderBorrarAlguien a
ResponderBorrarperdido a una persona muy
querida?decirme si lo que se
siente es esto …
tosdeunescritorcallejero.blog
spot.com
Pienso que tenès razón, Leticia, en eso de que heredamos el goce del éxtasis, la hermandad… Pero creo que al mismo tiempo es un hallazgo con mucho de accidental (con las connotaciones de indeseado que tiene el termino) y eso vuelve posible el relato, necesario el “ver” ciertas saludables verdades tan olvidadas y negadas.
ResponderBorrarGracias por ese “no te laceres” y espero (por mi bien) que esa sea una expresión exagerada :-).
Gracias por el saludo y la comprensión, Amiga. ¡Fuerza y éxitos!
¡Hola Carles! ¡Gracias por leer y por comentar!
ResponderBorrarBueno… ¿Qué te puedo decir? :-D Exageraría el concepto de amabilidad si te dijese que si, que esta es la historia de un hombre que primero pierde a su pueblo, luego se pierde a si mismo y por ultimo gana convertirse en un trazo de la cultura.
Pienso que de alguna manera todos escribimos desde la carencia (asumida o no). Exagerando una veta mística (hasta la ironía) podríamos enunciar que escribir es como rezar (pero mejor porque es mas probable que alguien escuche) ;-).
Pero, acordemos, yo solo puedo opinar (tanto como vos) porque la historia me atravesó (por eso doy fe de ella) pero no es del todo mía: No es autobiográfica, ni es una metáfora individual, sino colectiva. Hecha pensando humildemente en los paisanos (los aborígenes, digo), en mi pueblo, en el mestizaje en gral... en todas las naciones sometidas. en todas las rebeliones (casi digo de los piqueteros del norte de Argentina pero seria detallar demasiado).
Perdidas personales hemos tenido todos… y, duelo mas, duelo menos (en sentido psi, digo), lo primero que aprendemos en los velorios es a hacer chistes para celebrar la vida que nos resta.
Pasé por tu blog, regresaré con un comentario. Felicitaciones por tu libro edito. Publicá mas entradas que esta interesante. :- )
Muchísimas gracias por la invitación. Excelente el blog (en contenido y diseño). Quedo deseoso de conocer la revista.
ResponderBorrarYa les envío ese mail. Nuevamente gracias.